Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias

Manuela la mujer (III)

In Cultura, Opinión on 13 diciembre, 2008 at 0:37

victor1COLABORACIÓN

 

Víctor J. Rodríguez Calderón

Así fue el retorno de Manuela a su amadísima patria, ya el general Sucre, enviado por Bolívar, se ocupa de tomar posesión de Riobamba, a trescientos kilómetros al sur de Quito. Va de batalla en batalla, para poder alcanzar la ciudad. Manuela lejos de detenerse hasta aguardar el resultado de los sucesos, deja a su padre en Guayaquil y se va al combate de frente con las tropas libertadoras. Por instinto y por tendencia conoce la vida del guerrillero, lo que le place por entero, y se entera de la forma de pensar de Bolívar, al que espera conocer pronto.

Al llegar a Quito, ocurrían grandes acontecimientos, la ciudad se preparaba para recibir triunfalmente al Libertador de Colombia. Sin duda que lo desconocido para esta mujer, era el nuevo horizonte que le esperaba, aunque ella se había declarado: libre, libérrima, en cuanto a moral, revolucionaria, belicista, tempestuosa, desprendida, generosa y su vida la había desenvuelto en un mundo de fantasías, su carácter lo definía muy bien y ella misma lo predicaba: «soy amiga de mis amigos y enemiga de mis enemigos».

QUIEN LO IBA SIQUIERA A IMAGINAR, ALLÍ COMENZARIA PARA MANUELA LA MUJER, SU VERDADERO Y UNICO AMOR Y PARA EL LIBERTADOR DE COLOMBIA LA PASION Y EL ENCANTO MAS GRANDE DE SU VIDA.

El 16 de Junio, desde las primeras horas de la mañana, una grande multitud del pueblo y sus alrededores, se reunían en la plaza y a todo lo largo de la calles por donde iban a desfilar aquellos aguerridos hombres, se adornaron con banderas y los balcones con flores, las damas lucían sus mejores ajuares, lo que contribuía a enriquecer en emoción y colorido aquel gran homenaje popular.

A eso de las diez de la mañana, se encendió el bullicio y los gritos de: ¡ahí vienen! ¡ahí vienen! Acompañados de las músicas marciales de la banda de guerra, se acercaban a la plaza, y los sonidos de las campanas de los templos son echados a vuelo, fuegos artificiales estremecen al pueblo de felicidad, aquel cortejo triunfal era maravilloso, la tensión de todos aquellos ciudadanos explotaba como un gran cañón libertario, la expectativa general se hacia inefable.

El Libertador de Colombia entra a Quito seguido por sus oficiales, por el norte lo está esperando el General Sucre, también en compañía de varios de sus revolucionarios.

Bolívar monta un hermoso caballo blanco, tascaba nervioso e impaciente el freno, de tal forma que hombre y corcel se confundían con aquella ola de emoción gloriosa, 600 jinetes vienen detrás.

El Libertador vestía -describe el historiador Alfonso Rumazo González, en su tríptico Bolivariano- «uniforme de gala que brilla con el sol, uno de esos soles quemantes de junio en aquella región. A su paso por las calles empedradas, resuenan los cascos de los caballos, lluvias de flores, millones de aplausos y vivas, delirio, frenesí, son arrojados a los rostros de esos combatientes victoriosos con un fervor que nunca presenciaron esas calles ya casi tricentenarias».

El cortejo se dirige hacia la plaza mayor, donde están situadas otras bandas, los toques de corneta y el ruido de las salvas de la victoria se confundían con el inmenso clamor de voces que gritaban: ¡Viva Bolívar! ¡Viva nuestro Libertador! Los aborígenes, con sus típicos y pintorescos trajes y sus largas mantas de lindos colores, elevaban aún más sus esperanzas al vislumbrar en el cálido fervor de este homenaje, un verdadero horizonte de libertad tras de tantos siglos de esclavitud. Tratan de romper los anillos de seguridad para acercarse a Bolívar, lo rodean y lo obligan a detenerse, lo tocan, lo saludan con respeto y con emoción casi religiosa.

Seguido por esa ola de pueblo, Bolívar logra llegar a la esquina diagonal del Palacio del Obispo, en uno de aquellos balcones está Manuela quien lo detalla totalmente, lo ve con el sombrero en la mano y saludando cortésmente, no le quita los ojos de encima, ella está allí en compañía de su madre, tíos y amigas, espera impaciente que el vencedor pase cerca de su balcón. En el preciso momento en que el Libertador esta bajo su dominio, Manuela le arroja una corona de laurel la cual cae sobre él, al levantar sus ojos chocan con los de la quiteña, con su maravillosa sonrisa y con sus brazos blanquísimos, finos, que parten de los hombros desnudos como dos llamaradas de amor, las sonrisas se cruzan acentuadamente. Bolívar clava en ella su mirada de fuego y con una gentil venia agradece el homenaje que ya nunca más va a olvidar.

Cosas de la vida, fue un momento definitivo para la vida sentimental de ambos, con esas miradas cruzadas, se iniciaba un amor y una pasión histórica e inmortal, el cielo de Quito les cubría sus almas y los iluminaba porque a partir de allí vivirían para amarse en un para siempre.

Para Manuela, este fue su momento decisivo, el que cambiaría por completo su existencia. Después de tanta espera y búsqueda de amores inútiles, encontraba al hombre, esos minutos para ella fueron siglos, sintió el dominio hondo de la nueva emoción, ella lo había anhelado íntimamente desde hacía tanto tiempo, que ahora el destino le daba la voluptuosidad de ese sentimiento, del poder y de la gloria.

El Libertador se acerca al Palacio Municipal, allí se había levantado una tarima donde se le harían los honores correspondientes. Manuela no alcanzaba a comprender lo que le estaba sucediendo, quienes la acompañaban en el balcón la notaron distraída, distanciada del evento, una explosión inesperada de sus emociones solo la proyectaban para preparar el momento de conocerlo personalmente. Debido a esta situación, ella relativamente no presto atención a las ceremonia triunfal que se le hacía a Bolívar, bellas quiteñas, vestidas de ninfas, le coronaban de laureles y lo invitaban a escuchar los discursos de las autoridades, luego fue llevado a la Catedral donde se ofició una misa especial.

El encuentro tan anhelado por ella, se produce esa misma noche, en el baile ofrecido en honor al Libertador por las autoridades locales. El gran salón de la casa municipal había sido acondicionado para el evento y fue adornado con un precioso dosel de rico tricolor de seda, centenares de luces y engalanado por el brillo de los uniformes de los revolucionarios y las magnificas galas de las damas quiteñas; hacia el fondo del salón se le preparó el sitio de honor al caraqueño, a quien rodeaba su estado mayor y las principales personalidades de la ciudad.

Del brazo de don Juan Larrea, Manuela atraviesa el enorme salón y va al sitio donde está el hombre que ella se ha prometido conocer personalmente, muy cortésmente don Juan se la presenta al Libertador, éste al verla trae a su mente aquellas miradas ardientes que se habían cruzado en el desfile, sus manos se unen y sus almas se estremecen en un trance que los atasca en unos sentimientos encontrados, fue algo muy fuerte en ellos, tanto así, que por instantes olvidaron la importancia de la ceremonia.

Manuela se había preparado para esta ocasión, sabía que no tendría otra, en lo personal puso el mayor cuidado en su maquillaje, en su tocado, nunca había sido tan grande su necesidad de gustar, de ser admirada y deseada como esa noche. Se aseguraba de comenzar a vivir una nueva vida, toda su naturaleza la comprometía solo en el anhelo de introducirse en el alma de Bolívar, quien a pesar de las atenciones que lo rodeaban no podía dejar, mientras bailaba, ver el símbolo de sus sueños, la sentía, admiraba su imponente orgullo, lo embelesaba su picara sonrisa mundana, descubría sus habilidades, era el ingenio personificado en una mujer de extremada belleza.

Por intermedio de algunos de sus oficiales se enteraba que era una mujer de carne y hueso, audaz con la espada, capaz como él, de montar a caballo durante días y versada e intelectual como cualquier oficial superior de su estado mayor. Bolívar no puede quedarse en la paciencia de esa historia, abandona de nuevo su sitio de honor y ante la curiosidad de todos los presentes, que conocían la fama del líder, pues el Libertador tenía ya todo un historial sentimental, como el marinero del poema: «En cada puerto un amor», e igual a las galanterías y leyendas de la señora Thorne, nuevamente la invita a bailar, todos los ojos se fijan en ellos y a partir de ese momento danzan casi toda la noche, conversaron y se prometieron con ánimo acometer nuevas y más temerarias empresas.

Manuela no vaciló para decidir su nuevo destino, su corazón no tuvo entonces, ni tendría después otra ambición que la de ganarse por completo el amor de ese hombre, que en forma plena satisfacía sus aspiraciones y sus sentimientos. Coinciden los dos, sin dudas, enrumbarse hacia lo inevitable, ella y él se sintieron dominados por la seguridad de que su amor forjaría esa voluntad de durar y fortalecer sus emociones y sus pasiones. Al despedirse esa noche solo restaba resolver los nuevos pasos de sus vidas y se imaginaron el placer de sentirse amados para siempre.

Para ese momento Manuela tiene veinticuatro años y el Libertador cuarenta. Menos de veinte días duran esas relaciones en secreto, las fiestas se multiplican, las invitaciones se hacen diarias y comienzan las murmuraciones en aquella sociedad, donde ninguno de los dos se da por aludido. Su posición era la entrega total, donde la emoción descubría nuevas felicidades y aunque el Libertador conocía muy bien las costumbres de estos lances y ella se gobernaba por su temperamento voluntarioso, audaz, despreciativo y sensual, sensualismo que busca en el placer la gloria, los dos se han unido, porque en estos temperamentos la lucha es una necesidad y marchar contra la corriente de aquella sociedad una dicha.

Manuela era una mujer hermosa, rica, aristócrata, valiente y decidida para todos los desafíos. ¿Qué podría perder? ¿Su matrimonio con el doctor Thorne?, eso estaba desbaratado hacía mucho tiempo. Ahora si cambiaba su desgracia por la gloria de amar y ser amada por el hombre más grande de América en ese momento. En cuanto a Bolívar se encontraba en plena gloria y cada día adquiría fulguraciones mundiales, se cruza con esta mujer en su camino, en cuya existencia él funde las grandezas de la emancipación de los pueblos, los resentimientos, las caídas y las debilidades del nuevo mundo caótico que estaba adquiriendo conciencia en los combates de la revolución y porque siempre supo que Manuela Sáenz, la mujer, era ante todo una rebelde, una americana, con una conciencia llena de libertades y justicia, pues en su sangre, en su historia y en sus recuerdos, estaba el drama de la esclavitud y en sus potentes conceptos existía la energía del nuevo porvenir, como lo que en esos momentos se vivían y ya se asomaban como un horizonte de este continente.

Por eso Bolívar, en los brazos de Manuela vivía el delirio y la pasión, estaba protegido por su ternura y nunca se sintió lejos de su drama histórico con el cual estaba comprometido. De ahí que estemos obligados a entenderlos, porque si observamos, no fue indudablemente el sentimiento corporal que los juntó, hubo además una potencia espiritual unificada, los mismos anhelos, la misma rebeldía, la misma ambición de libertad y justicia, una misma fe en la causa, un mismo sentido del sacrificio integral, una misma desconfianza de todos a pesar de la necesidad de contar con todos y la misma y triste experiencia sentimental.

Ni María Teresa, su esposa, fallecida; porque mi Dios no le permitió un tiempo como para analizar, ni Fanny de Villars, ni Josefina Machado, la famosa «señorita Pepa», como le decían los revolucionarios venezolanos, ni Manuelita Madroño, en la sierra peruana, ni Antonia Santos de Colombia y otras, no pudieron nunca conquistar el corazón y el pensamiento y todas las facultades del Libertador. Sólo en su vida hubo una, que por su inteligencia, sus sentimientos, su preparación y por el vigor de su carácter logro penetrar su vida, su alma y su corazón: MANUELA SAENZ, LA MUJER.

(Continuará…)

Manuela la mujer (II)

Manuela la mujer (I) 

(*) El venezolano Víctor Rodríguez Calderón es politólogo, periodista, escritor, poeta, director de empresas y experto en Planeación de Organizaciones. Recomendamos su blog El Victoriano.

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