Tengo un amigo al que le escuece la palabra “cambio” como denominación para las transformaciones iniciadas en el modelo económico cubano, visibles ya o anunciadas en diversos terrenos y actividades: en la agricultura, en la estrategia de inversiones, en los esquemas descentralizados de financiamiento para sectores exportadores, en los sistemas salariales…
Algunas modificaciones prometen primicias en las formas de administrar la propiedad estatal en servicios a la población. Ya se han iniciado, o se preparan, experimentos de arrendamiento en barberías, taxis, cafeterías. Pero otros cambios no son tan novedosos. A finales de los años 90, por ejemplo, entró en vigor el Perfeccionamiento Empresarial en un intento por modernizar las reglas de dirección en las empresas, pero luego perdió impulso su aplicación por la resistencia, desidia o franca incapacidad de muchas entidades para asumir el cambio.
En verdad, no es la primera vez –ni será la última– en que la Revolución se sumerge en un proceso de “actualización del modelo económico cubano”, como lo calificó el presidente Raúl Castro en diciembre pasado, ante la Asamblea Nacional del Poder Popular.
A mí, en lugar de la palabra de marras, lo que me escuece es la lentitud de algunos cambios. Aunque Raúl llamó, ante los diputados, a evitar los riesgos de la improvisación y el apresuramiento, no creo que la menguada velocidad responda en todos los casos a la cautela, recomendable en cualquier acto de gobierno.
Algunas modificaciones anunciadas, como enderezar la dualidad monetaria, y otras ya comenzadas, como los ajustes en la política de gratuidades y subsidios, tomarán inevitablemente tiempo. No son cosas que se arreglen de un plumazo. Requieren de un fundamento productivo mucho más sólido que el disponible hoy en Cuba. Pero en la demora percibo también el lastre que le ponen los encargados de llevar a buen puerto una u otra medida. Y hablo de los ejecutores en todos los niveles, porque son reordenamientos económicos que no se resuelven moviendo solo el timón central del Gobierno. Su éxito depende de la participación y compromiso de cada centro laboral, de cada trabajador del país.
Mientras unas empresas, por ejemplo, aplican con mejor puntería y velocidad salarios acordes con los resultados del trabajo, de acuerdo con lo legislado en la Resolución 9 del Ministerio de Trabajo, otras vacilan parapetadas detrás de un buró o tropiezan con trabas de una planificación que no consigue bajar de los papeles a los hechos. Parecida desaceleración y desgaste sufren las transformaciones emprendidas por la agricultura, cuando chocan con una distribución y comercio signados aún por normas francamente morosas.
Los cambios en el modelo económico cubano deben poner a raya un ineficiente sistema de dirección burocrático-administrativo, que centralizaba en exceso la toma de decisiones y, por tanto, tendía a diluir la responsabilidad de cada actor económico. El Estado, como le oí decir a un ministro hace poco, ha funcionado como la gran bodega del país, a la cual acuden a pedir su ración ministerios y empresas, sin considerar costos ni rendir beneficios a la nación en muchas ocasiones.
Si entiendo bien lo que está pasando, esos conceptos y prácticas han comenzado a cambiar. El país evoluciona hacia un modelo que busca un compromiso más real de cada funcionario y trabajador con los objetivos económicos a su alcance, mediante una descentralización gradual de la administración y las decisiones y, sobre todo, mediante una descentralización de la responsabilidad, que ha sido por mucho tiempo uno de los principios más endebles en el funcionamiento de la economía cubana. Como evidencia de esa debilidad, asoma la tendencia a gastar sin considerar disponibilidad de recursos, o peor, a gastar en inversiones y compras que no rinden ingresos en plazos y proporción razonables, sin que casi nadie, en especial los implicados, se inmute por ello, ni acredite repercusiones en el sobre personal del salario.
A la rectificación obliga no solo la severa limitación de recursos que afronta hoy el país, causada por la combinación de crisis económica mundial, bloqueo estadounidense e ineficiencias internas. La brújula apunta en esa dirección, a mi juicio, por la necesidad, ante todo, de encontrar un camino sustentable hacia el desarrollo.
Lejos de significar un abandono del signo político de la Revolución, el cambio acercará a la nación a un modelo de racionalidad económica sin el cual el socialismo es dolorosamente insostenible, por más hermosos que sean sus principios de justicia social.
(*) Ariel Terrero es periodista cubano, especializado en temas económicos, y Jefe de Información de la revista Bohemia.