Ya no disimulan. Reconocen abiertamente que, “en contra de su voluntad”, tienen que legislar obedeciendo “los mercados”. Que si no se adoptan medidas de rebaja de salarios, de indemnizaciones por despido, de pensiones, de gasto social, los “mercados” no compran la deuda pública y, entonces, no hay dinero para sostener el Estado. Justifican las más bochornosas medidas, contrarias a la voluntad popular, en que les vienen impuestas por los “mercados”. Y nos dicen que no hay alternativas. Y que esa sumisión a los “mercados” es inevitable.
¿Quiénes son esos “mercados”? Pues ni más ni menos que los grandes oligarcas capitalistas, el puñado de accionistas mayoritarios de los bancos, los dueños de las grandes corporaciones financieras y de los monopolios. Tienen nombre y apellidos. Días antes de que Zapatero decidiera recortar los salarios de los empleados públicos y congelar las pensiones, recibió la visita –y las órdenes– de Emilio Botín, presidente del Banco de Santander, y de César Alierta, presidente de Telefónica. Amén de las presiones que recibía de los grandes magnates mundiales a través de organismos imperialistas como el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Voceros del propio PSOE reconocen abiertamente el mecanismo: o haces lo que dice esa minoría, o no te prestan dinero. Y, para mayor inri, juegan a bajarte la calificación de tu deuda mediante sus agencias ad hoc, de forma que , encima, imponen el interés que te van a cobrar. Ni siquiera permiten a los Estados la dignidad última de negociar su propia deuda.
Pero, ¿quién ha elegido a esos tipos? ¿Qué legitimidad tienen para imponer su tiranía al resto de los mortales? Ninguna, salvo la de la propiedad del dinero. La “democracia” burguesa desvela así su verdadero rostro: sólo un teatrillo para engañar a la mayoría. Porque para implementar la voluntad de los dueños del capital sólo se necesitarían tres o cuatro auxiliares administrativos, y no partidos, parlamentos, gobiernos y monarcas.
Eso sí, acompañados por policías y ejército –para impedir que a la mayoría se le ocurra tocar la propiedad de los señoritos– y jueces que apliquen su ley y sus designios. El resto de actores, de partidos y políticos pagados –ellos y sus campañas electorales– por esos señoritos, sólo sirven para hacernos creer que estamos en “democracia”, aun cuando reconozcan abiertamente que no se puede hacer caso a la voluntad popular y sí a la de esa minoría de plutócratas. Y a eso le llaman “responsabilidad”.
Mientras millones de trabajadoras y trabajadores son arrojados al paro y a la miseria, mientras millones de autónomos y pequeños empresarios se ven hundidos en la ruina, crecen los ya fabulosos beneficios de los bancos y de los grandes monopolios a base de llevarse los dineros del Estado. Sus políticos a sueldo nos dicen que no les queda otra, que es lo único que cabe hacer, que a ellos tampoco les gusta, pero…
Televisiones, periódicos y radios –en manos de esos mismos ricachones– nos bombardean con las sesudas opiniones de comentaristas que nos sermonean con los mismos argumentos, y a la vez nos dan lecciones de “democracia” –su “democracia”–. Ni se les ocurre reconocer que estamos en una pura, dura y simple dictadura de los “mercados” y los mercaderes. Que el teatrillo sólo sirve para que la inmensa mayoría asista resignada al robo de sus salarios, de sus pensiones, de la comida de sus hijos.
Todo para que a esa inmensa mayoría de asalariados y de pequeños empresarios trabajadores no se le ocurra la solución obvia a la crisis y a la falta de dinero público: expropiar a los expropiadores, nacionalizar la banca y los grandes monopolios, imponer los intereses de la inmensa mayoría, que es la que crea la riqueza. No, siguen defendiendo la implacable dictadura del capital. Porque su democratización, esto es, una democracia en serio, es “altamente peligrosa” –ya sabemos para quién– y, en último término, “antisistema” y “subversiva”.
Lo dramático es que no hay otra solución. Cuantos más beneficios obtengan los bancos y los monopolios, cuantos más sacrificios impongan los dictadores, más se seguirá retrayendo el consumo, más caerá la circulación de mercancías, más se reducirá el PIB y más miseria y más paro se generará, en una imparable bola de nieve.
Podemos dejarnos arrullar por sus mentiras, en la esperanza fantasiosa de que esta sea una crisis como las anteriores, de la que se salga en dos, diez o veinte años. O podemos enfrentar la realidad de que, si permitimos que la dictadura perviva, las cosas sólo pueden ir a peor. Y ponernos en marcha para derribar el actual estado de despotismo bárbaro y salvaje, haciendo que lo que es fruto del trabajo de todos, pase a ser propiedad de todos. Conquistar la democracia, o sea.