Isidro Estrada
Los gobiernos latinoamericanos que fustigan la actitud de EEUU y la OTAN en Libia son los mismos que propusieron un plan de paz para ese país, sin que nadie en los centros de poder se preocupara por atender a la viabilidad de la iniciativa.
En fecha reciente, el colega Luis Vega, uno de los columnistas extranjeros de Pueblo en línea, dejaba constancia en este portal sobre su concepto de libertad de expresión, la cual concibe como “una calle de dos vías”. Agrega además, al final de su artículo In control , que “una voz solitaria puede ser silenciada, pero el impacto que puede tener una idea madura sobre las conciencias alertas sobrevivirá y se propagará, a despecho de los intentos de los ricos y poderosos de amordazar la libre expresión.”
No puedo menos que suscribir sin cortapisas su afirmación. Creo que la misma debe ser principio básico del periodismo, si bien hay una multiplicidad de factores accesorios a los cuales atender. Entiéndase por éstos, en primer lugar, los denominados compromisos editoriales, que toda publicación, más allá de su color ideológico, sustenta.
Al citarlo, no pretendo en absoluto caer en disquisiciones conceptuales sobre la libertad de expresión, que al final podrían sucumbir en la nada por bizantinas. Lo que quiero es valerme de su propia agenda para comentar, desde la “otra vía” de la “calle”, otro artículo suyo, titulado Leading Libya, y que fuera publicado días más tarde, en el mismo portal, a propósito del actual conflicto en Libia.
Sostiene Vega en el texto mencionado que “los amigos internacionales del Coronel Gadafi en América Latina, Nicaragua y Venezuela, acusan a Estados Unidos de intentar intervenir o invadir Libia, pertrechado de ansias imperiales y sed de petróleo, sin tener pruebas, porque a eso es a lo que se dedican: a hacerse las víctimas del imperialismo estadounidense, incluso cuando no es cierto”.
Para aplicar desde un principio las reglas que el propio Luis Vega establece, en cuanto a no ocultar ni oscurecer verdades, y poner sobre el tapete todos los ángulos de un tema, me propongo tomarle el pulso a la historia, aunque sea someramente, y analizar si en realidad los gobiernos de Nicaragua y Venezuela sufren de paranoia, injustificada ojeriza antiestadounidense, o incluso manipulación, cuando perciben que Washington cocina una nueva intervención.
¿VÍCTIMA FINGIDA TRAS CASI SIGLO Y MEDIO DE ATAQUES ARMADOS?
En los archivos históricos estadounidenses se reconocen tres grandes intervenciones militares directas de parte de la nación del Norte en Nicaragua (de 1909 a 1910, de 1912 a 1925, y de 1926 a 1933). A esta lista habría que agregar el cañoneo, en fecha tan temprana como 1854, del puerto nicaragüense de San Juan del Norte, que por esta acción quedó reducido a cenizas. Este ataque de la Marina norteamericana derivó de diferencias entre estadounidenses y nicaragüenses por el cobro de impuestos, en particular los que la administración del país centroamericano quiso imponer al yate del millonario norteamericano Cornelius Vanderbilt, que se encontraba surto en puerto. Como en tantas ocasiones, desde entonces a la fecha, EEUU invocó la defensa de sus ciudadanos en el exterior para intervenir en otro país.
Las tres intervenciones mencionadas, de 1909 a 1933, respondieron en buena medida a la entonces en boga doctrina Monroe (expuesta por el presidente James Monroe) y condujeron a una etapa de expansión económica de las compañías estadounidenses en Nicaragua, donde muchas firmas del Norte desembarcaron precedidas por las bayonetas de los infantes de marina estadounidenses.
La primera de las tres intervenciones se produjo cuando el Gobierno del presidente José Zelaya ejecutó a dos norteamericanos que se habían sumado a una fuerza revolucionaria para deponer al mandatario. Luego, la Marina de EEUU apoyó a las fuerzas armadas opositoras lideradas por Adolfo Díaz, quien tras obtener el triunfo sobre Zelaya negoció con Washington un tratado que concedía a la nación invasora el control sobre las aduanas del país, mayor fuente local de ingresos a la sazón.
Los marines volvieron en 1912, esta vez para proteger a Díaz de un alzamiento que, como era de esperar fue oportunamente aplastado. Al retirarse los marines en 1916, EEUU se llevó en el bolsillo un nuevo tratado: el denominado Bryan–Chamorro, que ampliaba la ayuda financiera a Nicaragua, pero que a la vez otorgaba a las constructoras norteamericanas los derechos exclusivos para edificar canales en esa nación.
Tras la nueva guerra civil que estalló en Nicaragua en 1926, EEUU envió a sus militares, esta vez con el argumento de luchar contra el comunismo, cuando en realidad se trataba de grupos liberales que trataban de impedir la vuelta de Díaz al poder. Washington envió al diplomático Henry L. Stimson a supervisar las elecciones, encargado asimismo de establecer la Guardia Nacional, con entrenamiento de los marines. Si bien los liberales aceptaron los términos de Washington, hubo un general que desafió al coloso del Norte, y juró seguir luchando en las montañas hasta expulsar de Nicaragua al último soldado estadounidense. Se llamaba Augusto César Sandino y desde entonces se le bautizó como líder del “Pequeño Ejército Loco” y General de Hombres Libres.
En 1933 salió de Nicaragua el último marine, pero para entonces la Guardia Nacional establecida al amparo de EEUU era la fuerza militar nacional predominante, dirigida por Anastasio Somoza. Sandino cumplió su promesa de rechazar al invasor, pero la propia Guardia lo asesinó en 1934. Dos años después, Somoza inició una dictadura que en contubernio con EEUU se mantuvo hasta 1979, cuando los herederos políticos de Sandino, congregados en el Frente Sandinista de Liberación Nacional, derrocaron a Somoza hijo tras una prolongada gesta guerrillera.
Dos años después, la administración del presidente Ronald Reagan asumió el poder decidida a sacar de circulación a los Sandinistas, iniciando una guerra sucia que incluyó presiones políticas y económicas, pero que sobre todo promovió apoyo militar a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), que armó y asesoró a los opositores al gobierno de Managua, en su mayoría ex miembros de la Guardia Nacional y popularmente conocidos como los “contras”. “Yo también soy un ´contra”, exclamó Reagan en la cresta de su fervor antisandinista, en uno de sus discursos de la época.
Con las elecciones de 1990, EEUU logró su cometido. Desaciertos internos y la gran presión externa se confabularon para dar al traste con el Poder Sandinista, a pesar de su profunda raigambre popular, al quedar eliminados en las urnas a favor de un gobierno más dócil hacia los dictados de la Casa Blanca. Hoy los Sandinistas están de vuelta en virtud del voto popular, pero el desgaste que les impuso EEUU sigue haciendo mella en sus filas y en su capacidad para poner en pie al país. No hace falta ser politólogo para entender qué sentimientos debe albergar una importante parte de la población “nica” respecto al coloso norteño, después de casi 150 años de agresiones de todo tipo.
OBJETIVO CARACAS
En cuanto a Venezuela, ésta tuvo mejor suerte en sus relaciones con el vecino del Norte, pues al menos se libró de las intervenciones militares directas. No obstante, ha padecido de reiteradas injerencias en su política interna, como casi todos los países de América Latina. El caso más escandaloso en ese sentido se produjo alrededor del golpe de Estado contra el actual presidente, Hugo Chávez Frías, el 12 de abril de 2002. La postura de la administración de George Bush evidenció una poco disimulada complacencia, por decir lo menos, ante lo que resultaba un atentado al orden constitucional, así como abierto desacato a la Carta de la Organización de Estados Americanos. Luego de este incidente, y una vez devuelto al poder el presidente Chávez por presión popular, las relaciones bilaterales han estado en constante zozobra.
El diario estadounidense The Observer dio cuenta en aquellos días de las visitas de varios de los futuros golpistas, incluido quien fungiría como presidente del gobierno de facto, Pedro Carmona, a EEUU, “varios meses antes” de la asonada. Todos fueron recibidos en aquel entonces en la Casa Blanca por el hombre de confianza de George W. Bush para las relaciones con América Latina, Otto Reich.
Tomando en cuenta estas “tradiciones,” no debería extrañar el escozor que produce a numerosos latinoamericanos cada movida diplomática norteamericana, que con frecuencia son preludios de embates bélicos o abiertas injerencias. Y no sólo en la región que por derecho histórico Washington ha considerado su “traspatio”. Sus turbios manejos se han extendido a casi todos los rincones del orbe, como sucedió en Irán, en 1953, por sólo citar un caso. Así lo admitió explícitamente el propio Barack Obama, cuando en visita a Egipto, en 2009, recordó cómo “en plena guerra fría, Estados Unidos tomó parte en el derrocamiento de un gobierno iraní democráticamente elegido”.
No sé si el colega Vega se refiere al líder cubano Fidel Castro cuando apunta que “la calle árabe y africana es más inteligente que los envejecidos líderes latinoamericanos que se atienen a anticuados guiones, los cuales les compelen a culpar a EEUU ante todo”. Lo digo porque el hoy retirado dirigente fue de los primeros en advertir, el 22 de febrero de 2011, que la OTAN se aprestaba a saltar sobre Libia, como en realidad sucedió poco después, para sorpresa de la Liga Árabe, cuyo secretario general, Amro Musa, se llevó entonces las manos a la cabeza, para exclamar que eso no es lo que procuraba su organización cuando dio carta blanca a la zona de exclusión aérea sobre Libia.
Pero sobre todo Leading Libya pasa por alto del modo más olímpico posible el hecho de que estos líderes políticos latinoamericanos, a los que su autor considera en extremo demodé, no son tan “amigos” de Gadafi – según opina el cronista -, como sí “enemigos” de cualquier acción estadounidense u otanista enfilada a socavar independencias y arrimar la sardina a la brasa de los tradicionales centros de poder.
Buscando evitar una nueva intervención, e incluso el desmembramiento de un país, el grupo de países de la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA), se sumó a la iniciativa del presidente venezolano, Hugo Chávez para procurar una salida negociada a la crisis libia. Como era de esperar, ni en Washington ni en Bruselas se le dio calor alguno a la iniciativa, o se propiciaron oportunidades a negociadores de probada eficacia, como el ex presidente James Carter. Más productivo resultó desatar todo el arsenal aéreo de la alianza sobre Libia. Una vez más, el estruendo de las armas silenció la lógica del diálogo. Con su sordera voluntaria, los ricos y poderosos de siempre se encaminan por una calle de una sola vía: la de la confrontación y el aniquilamiento de quienes les incomodan. En su acometida, dejan la consabida estela de muertes colaterales (como si sólo contaran los civiles caídos en enfrentamientos con el Gobierno), obviando cualquier idea alternativa, por madura que pueda ser, y condenando cualquier voz diferente a la soledad más rotunda.
[Fuente: Diario del Pueblo]